Hace al menos 100 años los vecinos de Cabuya, en Montezuma, empezaron
a enterrar a sus muertos en una isla que se ha convertido en un
cementerio inusual y hasta exótico
Nadie parece saber a quién se le ocurrió, pero hace más de 100 años
los vecinos de Cabuya, a siete kilómetros de Montezuma, empezaron a
enterrar a sus muertos en una isla que solo permite el paso dos veces al
día, cuando baja la marea. Es un cementerio singular donde reposan -en
las tumbas más diversas- los restos de muchos lugareños, pero también
los de varios extranjeros que han escogido este exótico lugar como
última morada.
Sus playas más bien rocosas y llenas de arrecifes han evitado la
explosión comercial y turística que ha habido, por ejemplo, en
Montezuma. En Cabuya, por el contrario, reina una tranquilidad
impresionante en aquellos lares de playas desiertas y caminos bordeados
de amapolas, llenas de iguanas, monos congos y aves de muchas especies.
El pequeño pueblo se dispersa a lo largo de un camino central, a veces
de lastre y a veces de tierra, que termina en la playa, justo al frente
de donde, unos 400 metros mar adentro, se impone la visión de la pequeña
isla que desde lejos se presumiría desierta, excepto por el llamativo
arco blanco tipo sacro que anuncia la existencia del singular cementerio
del pueblo.
La isla de Cabuya, denominada así porque en su superficie abunda esta
planta, se ha convertido en un atractivo para los visitantes por varias
razones.
En el punto más bajo de la marea se puede llegar desde el pueblo -al que
la isla heredó el nombre- por un sendero de piedras bordeado por el
suave oleaje. Después, conforme la marea va subiendo, las lenguas de mar
se acercan entre sí, milímetro a milímetro, hasta que las aguas cubren
por completo el camino, que queda varios metros bajo el océano.
Este espectáculo, que se repite cada mañana y cada tarde en un horario
que definen las fases de la luna, constituye por sí mismo una gran
atracción. Ahí, en una superficie de tres hectáreas y media, rodeada de
rocas, olas, palmeras y vida marina, yacen los restos de una cantidad
indeterminada de personas.
Paz junto al mar Decenas de extranjeros han escogido esta especie de santuario tropical como su morada final. |
El aspecto de este cementerio tiene muy poco que ver con el de un
camposanto tradicional. Las cruces y tumbas se suceden sin ningún orden
en medio de la vegetación tropical y una alfombra de conchas. Hay cruces
de concreto, de madera y de acero oxidado, y otras tantas formadas por
dos troncos y atadas por un alambre cualquiera.
Algunas sepulturas están cubiertas por un montículo de piedras; otras
tienen lápidas tradicionales, muchas despintadas o corroídas por la
brisa marina o el descuido de los deudos.
Llaman la atención un par de tumbas diminutas, una junto a la otra, que
pertenecen a unos gemelitos de apellido Rodríguez que murieron en 1976
al nacer, según contaron los vecinos.
También hay quienes han construido bóvedas modernas con espacio para
varios difuntos, una señal inequívoca de que varios miembros de una
misma familia han acordado ser sepultados en este sereno lugar.
Pero las que más curiosidad producen son aquellas con representaciones
simbólicas, como la que exhibe una escultura de dos cabezas unidas
mirando en direcciones contrarias, o la que tiene una hélice de avión y
la escultura de una mano semiabierta.
Las historias de estas dos tumbas, cuyos moradores han sido de los
últimos en ser sepultados en "la isla de los muertos" -como se le
conoce- también son del dominio de los habitantes del pequeño pueblo de
Cabuya (ver nota "Costa Rica, su último gran amor").
Cabuya es un poblado de poco más de un centenar de familias. Con
excepción de aquellos que se han involucrado en la industria turística
de comunidades aledañas como Montezuma o Malpaís, la mayor parte de su
población se dedica a la agricultura, la ganadería o la pesca.
Las viviendas, en general, son humildes, sin cercas ni divisiones que
las separen, y bien ventiladas. Están provistas de hamacas o sentaderos
donde los vecinos se sientan a disfrutar de la brisa marina en medio de
sabrosas tertulias.
Es fácil diferenciar a los lugareños de los pocos extranjeros de pinta
inconfundible que fueron seducidos por la estampa rural de este pueblito
costero y tranquilo. A los primeros se les distingue a golpe de ojo por
su piel curtida.
El hombre más anciano del pueblo se llama Guadalupe Avilés Avilés. Tiene
86 años y 70 de haber llegado a Cabuya, cuando ahí solo vivían dos
familias: los Gómez y los González, y la única forma de llegar al
caserío era bordeando la costa, porque ni siquiera había caminos.
Don Lupe -como lo llama toda la comunidad- hace alarde de su
inquebrantable salud y su lúcida memoria. "Cuando vine, ya eso era un
cementerio, pero había poquitos muertos, solo los parientes de los Gómez
y los González". Él ha asistido, durante las últimas siete décadas, a
decenas de entierros de vecinos de Cabuya y también de muchos
extranjeros que han elegido ese santuario tropical como su última
morada. Allí están enterrados su abuela y su papá, y allí -dice él-
probablemente "le toque" cuando le llegue la hora.
La marea -asegura- no tiene hora fija. "Por esta época se 'abre' como a
las 8 de la mañana y a las 4 de la tarde. Por eso, los entierros siempre
son, o bien temprano, o bien tarde, muchas veces de noche", cuenta don
Lupe.
Uno de los inconvenientes que hay es el apuro con el que se van a dejar
los restos de quienes fallecen es que, según el sector escogido para el
entierro, a veces los hombres del pueblo deben empuñar el pico además de
la pala, pues les toca romper, unos dos metros hacia abajo, la dura
piedra que yace bajo la arena.
El trabajo debe terminarse antes de que la marea suba e impida terminar el sepelio como debe ser.
Don Lupe tiene su propia hipótesis sobre las razones por las cuales la
isla se escogió como cementerio. "Es muy rocosa y ahí no pega ningún
cultivo. Lo único que se da es el coco; un vecino ha sembrado bastante
pero es más que todo para que la gente que llega ahí los coja".
También explica por qué muchos decoran las tumbas con flores
artificiales, que sobresalen con sus vivos colores en medio de la seca
vegetación que surge desordenadamente por todos lados.
"No se pueden llevar flores naturales porque los caricacos o iguanas van
a poner huevos ahí y se las comen. Otra cosa es que de la iglesia hasta
el mar toda la gente va a pie, nadie lleva carro nunca; es a puro
lomo", dice, en referencia a la forma en que se carga el ataúd.
El pueblo de Cabuya es pequeño y la gente, longeva, afirma don Lupe.
Será por eso que, en los últimos años, han escaseado los entierros en
"la isla de los muertos".
El último fue el de Frank Jaeger, el alemán cuya tumba exhibe la hélice
del avión y la escultura de la mano. Murió en enero del 2003 y, desde
entonces, ningún cortejo fúnebre ha debido esperar que el mar se abra
para que una legión silenciosa ingrese a la isla a dejar un nuevo
inquilino.
Quienes han presenciado los sepelios en la isla de Cabuya aseguran que
estos recuerdan la estampa bíblica del Éxodo, cuando Dios dividió el Mar
Rojo para darle un escape a los israelitas que huían del ejército
egipcio.
En este caso, es la naturaleza la que abre el paso en el mar, no solo
para que descansen los muertos, sino también para que lo hagan los
vivos, pues algunos lugareños aseguran que el solitario camposanto
rebosa tanta paz que es el lugar ideal para ir a reflexionar cuando los
asuntos se vuelven de vida o muerte.
Su último gran amor
Acostumbrados desde siempre a tener sus muertos en una isla dominada
por mareas caprichosas, los vecinos de Cabuya -a diferencia de los
foráneos- no se impresionan con el extraño espectáculo de un desfile
fúnebre entrando al mar.
Sin embargo, en el pueblo no hay quien no evoque lo emotivo que fue el
último entierro, el de El Rasta, un alemán de 37 años que vivió durante
una década en Montezuma y era muy querido en la zona.
"Fue algo bellísimo, como no se recuerda nunca antes. Lo enterraron de
noche, y los amigos pusieron en las dos orillas del arrecife velitas
dentro de bolsas plásticas con una base de arena para que se mantuvieran
firmes y no se apagaran. Era algo impresionante ver a la gente entrando
al mar aquellas filas de luces a los lados, a él lo querían tanto que
también vinieron varias pangas desde Montezuma y otras partes. Parecía
un desfile, fue impresionante", recuerda Floribeth Avilés, secundada por
un grupo de vecinas convencidas de que aquel acto fue uno de los más
sublimes que ha vivido Cabuya.
Y es que Frank Jaeger, a quien todos querían tanto, había dicho con
suficiente tiempo que su última voluntad era descansar para siempre en
isla Cabuya, en la región costarricense de la que se enamoró
perdidamente. Tanto así que decidió regresar en la fase terminal de su
enfermedad solo para morir ahí.
Jaeger, casado y padre de tres niñas, padecía toxoplasmosis. En los
últimos años viajó a su natal Alemania para tratarse pero, a principios
del 2002, cuando supo que no había nada que hacer, tomó un avión junto
con su familia y vino a disfrutar de sus últimos días al lado del mar,
en la tierra que tanto amó y con sus compatriotas adoptivos, los que un
gran cariño le demostraron en aquel singular homenaje de despedida.
Murió en enero del año pasado y su tumba es una de las más llamativas.
Una hélice rememora su amor por la aviación, y la escultura de una mano
que intenta atrapar el aire representa el ímpetu con que Frank vivió su
corta vida, como lo interpreta su gran amigo, el escultor Daniel
Gautschi, un suizo que vive en Cabuya desde hace 12 años.
Casualmente, fue Gautschi quien esculpió la otra llamativa escultura del
cementerio: un busto con dos cabezas mirando en direcciones opuestas.
La historia de quienes reposan bajo esta tumba no es menos dramática que
la de Jaeger.
Claudia Bassauer, la esposa de Gautschi, tuvo un affaire a primera vista
con Cabuya. El matrimonio llegó de paseo y pronto decidió abandonar su
formal vida en Suiza para instalarse en el pequeño pueblito, donde viven
de la escultura, la pintura y la joyería.
Los tres hermanos de Claudia (dos mujeres y un hombre) vinieron a
visitarla, se enamoraron del país y, finalmente, decidieron seguir los
pasos de su hermana. Andreas, su hermano mayor e ingeniero en
computación, fue el último en venir, hace exactamente tres años. Decidió
radicarse aquí junto con su amigo Dusan, también suizo pero de
ascendencia checoslovaca.
Andreas había resuelto vivir en Cabuya pero, cuando llegó desde Suiza
para radicarse definitivamente en la zona, quiso "turistear" un poco por
otros lugares del país antes de fundar su nuevo hogar.
Pero los planes de Andreas y Dusan se vieron truncados trágicamente
justo el martes santo del 2002. En ese momento, se encontraban en Puerto
Viejo de Limón. Estaban disfrutando del mar en el sector de Punta
Cocles y, en un instante, una ola arrastró a Andreas. Su amigo se lanzó
en su ayuda, y en el intento, ambos se ahogaron.
"Fue una cosa terrible para todos, pero especialmente para mis papás",
cuenta Claudia. "Resultó muy difícil, sobre todo para mi mamá, que los
enterráramos aquí, pero hicimos una reunión familiar y pensamos que su
última voluntad era vivir en Costa Rica. Ellos habían visitado la isla y
les había gustado mucho, así que creímos que sería lindo que
descansaran ahí, junto al mar, en la tierra que no pudieron disfrutar".
La escultura de las dos cabezas simboliza la unión de los dos amigos, pues su familia afirma que siempre hicieron todo juntos.
La madre de Claudia es la única de la familia que nunca ha viajado a
Costa Rica. La señora, de 70 años, tiene impedimentos de salud que le
imposibilitan venir. Sus otros hijos, eso sí, le han descrito de una y
mil maneras cómo es el lugar donde reposa su adorado hijo.
Para que la señora se diera una mejor idea, Daniel Gautschi pintó la
isla, tal cual luce desde la costa de Cabuya, en un gran cuadro que hoy
sobresale en la casa de la familia, en Suiza.
"Mi mamá todavía sufre muchísimo. Pero algo la consuela la pintura de la
isla. Dicen que la abraza cuando está muy triste. Para ella, de alguna
forma, es como abrazar a mi hermano", reflexiona Claudia, finalmente,
con un dejo de resignación.
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